Los días que nos separan



   LOS DÍAS QUE NOS SEPARAN

¿Recuerdas el sitio del que te hablé? He vuelto.
Lo sé, no te gusta que suba hasta allí porque tiendo a perderme. En mi defensa diré que lo intenté —quedarme a tu lado—, pero no encontré motivos. Los busqué, llegué casi a inventarlos aunque una decepción me llevó a otra peor y, escalón a escalón, me alejé del suelo. Las raíces que me aferraban a éste se enredaban en la barandilla e impedían la huida. Se adherían a mi piel despertando su memoria; dolía tu recuerdo. No paré y, resquebrajados por doquier, dejé los vestigios de mi apego, muerto e inerte. 
Subí hasta el último peldaño, y ahí estaba, nada había cambiado. Cuatro paredes garabateadas con palabras que nunca fueron pronunciadas, desorden y caos. Al fondo, una puerta entreabierta: mi azotea. 
Salí y me senté en la cornisa, como hacía antes de tí, desafiando la gravedad con el balanceo de mis piernas sobre la nada. La ira crecía y con ella mi bamboleo —es lo que tiene la ira, te lleva a cometer actos suicidas— pero, allí el mando lo tenía yo. 
Cerré los ojos unos minutos y, después, recordé por qué había subido. Allí no olvidaba quién era yo. . Y aunque dolía de igual manera arriba que abajo solo aquí era capaz de transformar el dolor en el agua que calmaba mi sed. 
Observé mi alrededor. 
Era tan minúsculo que no sabría decir si había crecido yo o, por el contrario, todo había menguado. Me sentía como esa tal Alicia en el País de las Maravillas, aunque no podría asegurarlo porque de niña nunca tuve cuentos. 
Y ví al mundo. A tí, a mí y, entremedias, el miedo. Estaba en el aire. Ví cómo se transfería de generación en generación. De padres a hijos, de hijos a hermanos, de hermanos a parejas y así, sucesivamente, hasta impregnarse de todos. Mutaba según la persona que lo acogía, pero la esencia era la misma. Era un caníbal que saciaba su gula con la voluntad de sus víctimas y los encadenaba a miedos ajenos. Y mientras ellos se obcecaban en ser quienes no eran dejaban de ser. 
Te preguntarás qué tiene que ver todo esto contigo y conmigo. Simplemente, dejastes de ser y, con ello, nosotros de existir. 
Y aunque ahora estamos en la cafetería de siempre, frente a la misma taza de café, quiero que sepas que te echo de menos. 
Son ya muchos los días que nos separan. 
Noto cómo rozas mi mano en un intento desesperado de hallarme —qué relativa es la distancia—.
Yo aquí, en mi azotea; y tú allí, tan lejos. 

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